Rafael Diez Garelli
En el Veracruz de mi niñez, en los
tempranos años 50 del siglo pasado, los
días primero de mayo eran muy emocionantes, no porque sucedieran cosas
extraordinarias sino porque estaban
revestidos de una atmósfera especial. En primer término, no había clases.
Iniciaban así los días festivos del mes de mayo que se prolongaban con el 5, el
10 y el 15.
Pero lo principal es que no trabajaba ¡NADIE!
porque la prohibición de laborar era rigurosa. No sólo los comercios estaban obligados a cerrar sino también los servicios, de tal manera que
no había transporte público, ni cines ni restaurantes. Únicamente se permitían
algunas corridas de los autobuses foráneos y las normales del ferrocarril (que
entonces era el principal medio de transporte de pasajeros). Incluso se
rumoraba que en algunas poblaciones, brigadas de sindicalistas recorrían las
calles en busca de violadores de la prohibición a los que aplicaban castigos
ejemplares mientras las autoridades se hacían de la vista gorda.
El 30 de abril ya era el día del niño, pero
a lo más te daban un dulce o un refresco en la escuela al salir a recreo y la
jornada continuaba como siempre. Pero al volver a casa se empezaba a sentir el
ambiente especial porque los adultos hacían planes para el día siguiente. Como
el mercado no abriría, la noche anterior permanecía funcionando hasta las doce
de la noche y aunque sólo sería por un día el cierre, las amas de casa lo
invadían y hacían compras como si fuera a permanecer clausurado un mes.
Lo mismo sucedía con las tiendas, desde los
ultramarinos de pretensiones (como La Sevillana, que estaba en la avenida
Independencia) hasta el más humilde tendajón de cuadra, permanecían en
funcionamiento hasta la sacramental medianoche, perfectamente surtidos y
despachando a una clientela previsora de la escasez del día siguiente. Ni aún
de “tapadillo” los comerciantes se atrevían a abrir. Este trasiego de gente
comerciando hasta altas horas de la noche era inusual y emocionante. Además,
con la perspectiva del feriado, las familias prolongaban la tertulia nocturna
de plática afuera de las casas en sillones, sillas y mecedoras y mientras los
adultos platicaban los niños jugábamos en la calle.
El descanso total del día primero llevó a
las familias a la decisión de que la mejor manera de afrontarlo era ir de
excursión, para lo cuál la familia extensa
(abuelos, tíos, primos, compadres, etc. entre más, mejor) alquilaba un
autobús urbano (único día que no trabajaban, pero sí se les permitía las
contrataciones privadas) para trasladarse desde muy temprano a las siguientes
opciones:
La
más favorecida era la de Medellín de Bravo para pasar el día a la orilla del
río, visitar las huertas y acarrear
mangos, tantos que siempre acababan por pudrirse. Se llevaba un copioso
cargamento de comida y bebida, sillas plegables, toldos, hamacas, hieleras y
toda clase de adminículos (por si llegaran a ofrecerse) que mas que una
excursión parecía un migración del antiguo oeste. Dada la popularidad de esta opción, Medellín llegó a ser
insuficiente así que la gente acabó por desparramarse desde El Tejar hasta Jamapa.
Los
clasemedieros de pretensiones emprendían el viaje en auto hacia Puente
Nacional; también temprano porque sus
iguales xalapeños hacían lo mismo y entonces había una carrera entre costeños y
arribeños para ver quién copaba antes las instalaciones del balneario y
empujaba a los otros a la incómoda ribera del río.
Los
que andaban más cortos de recursos se dirigían a Mocambo y aunque la pasaran
muy bien no hacían alarde de su excursión porque era a un lugar habitual de los domingos.
Los
más exóticos tomaban el tren mañanero hacia La Antigua o Atoyac, que eran
paseos bonitos pero no se tenía la seguridad sobre la hora del regreso, pues la
única forma de llegar ahí era un ferrocarril que no se caracterizaba por su
puntualidad. Así que había familias que
regresaron de madrugada o tuvieron que pasar la noche en la estación.
Los
muy audaces se trasladaban a sitios más lejanos como Alvarado o Tlacotalpan,
pero no eran muchos lo que hacían esto.
Los
menos favorecidos sólo iban a bañarse a las playas de Regatas, Villa del Mar o playa Norte y volvían a casa para comer.
Y
al final de todo, había familias a las que sus escasos recursos o su falta de
entusiasmo determinaba que no iban a ninguna parte, pero eso sí se reunían a
comer en el patio de una casa, con montañas de antojitos y muchos cartones de
cerveza.
Al caer la tarde, los viajeros de regreso
saturaban las carreteras y el tráfico lento aumentaba las molestias de los
indigestados, de los beodos y de los accidentados porque mínimo se regresaba
con raspones en las extremidades.
Los que no habían salido procuraban
recuperar algo de normalidad trasladando la reunión del patio a la banqueta y
cortando el flujo de bebida, motivo más que suficiente para que los asistentes
comenzaran a disgregarse. Así que el día festivo terminaba muy temprano, con la
gente agotada y llena de malestares. Casi nadie tenía ganas ni capacidad de
cenar y sólo se comentaban brevemente los zafarranchos ocurridos en el desfile
obrero (multitudinario, obligatorio bajo amenaza de descuento y presidido por
las autoridades) y de los accidentes carreteros (también infaltables, porque
hasta los choferes le entraban a la bebida).
Con el transcurso de los años se fueron
aflojando las restricciones y las familias fueron ganando en recursos
económicos y en sofisticación. Se permitió que los servicios funcionaran (en
cuanto concluía el sacrosanto desfile obrero); después que lo hicieran los
comercios y finalmente el que quisiera,
con la salvedad que había que pagar al triple el salario de los trabajadores,
lo que sigue siendo un gran incentivo para que muchos patrones prefieran
festejar el día del trabajo.
Las opciones del feriado murieron por su
sencillez y obviedad. Primeramente fueron calificadas de aburridas y la adjetivación fue progresando hasta que
finalmente el epíteto “nacas” les dio el tiro de gracia. Y el emocionante primero
de mayo, pasó a ser una fecha más al desaparecer el ritual solemne y festivo
que lo caracterizaba.
Noviembre de 2014
Rafael Diez Garelli, Veracuz 1946, Licenciado en Derecho por la
Universidad Veracruzana, Secretario Particular de la Secretaria de Gobierno del
Estado 1998-2003, Secretario Técnico del Consejo Consultivo de la Comisión
Estatal de Derechos Humanos 2003-2011, Catedrático de Literatura Universal,
Literatura Mexicana, Taller de Lectura y Redacción, Filosofía, Historia y
Problemas de México, Historia Universal, Sociología en escuelas públicas y
privadas en el nivel Bachillerato durante 30 años, participante del taller
literario de Jaime Velázquez, miembro de las salas de lectura Ora Lee de la
USBI y Veracruz 500 años del IVEC.
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