El Bunker.
Por: Sonía López Azueta/ FUNDACROVER ITALIA
Volver era imperioso para mi. Había transcurrido los últimos cinco de mis treinta y siete años pensando en regresar y saber si aún era como yo lo recordaba. El sol era pleno esa mañana de sábado cuando decidí por fin cerrar la oficina en la que me dedicaba a diseñar programas informáticos para supermercados. Quería partir con rumbo a mi infancia, esperaba con ello lograr desaparecer el enjambre de profundos sueños recurrentes que se aglomeraban cada noche en mi mente. Bajo el asombro de Milena reuní algunos objetos y le pedí que se prepararan para salir ella y mi adorado Massimo. ¿Y los trabajos pendientes? Me interrogó mi esposa incrédula. No hay nada urgente y ya no puedo seguir esperando el contar con un fin de semana libre de compromisos, le respondí. Mientras conducía, Milena y yo hablábamos, pero mis pensamientos se concentraban en ese lugar. Mirando a través del espejo retovisor a mi hijo, me veía a mí mismo a su edad, en la minúscula Pinié y esos parajes montañosos de la provincia de Belluno. Fueron años felices, a pesar de que, invariablemente cada verano, mi madre me enviaba a un albergue de monjas. Mis padres se divorciaron cuando yo contaba tres años; vivía con mi madre, cuyo trabajo como cajera en un restaurante no le permitía permanecer conmigo durante las vacaciones escolares. Cada año partía contento al albergue y permanecía por un mes entero; algunos fines de semana mi madre llegaba desde Chioggia para encontrarnos y almorzar juntos. ¡Cuántas aventuras y enseñanzas me dieron esos momentos en los cuales compartí lecho y mesa con casi treinta pequeños sin familia! Mi mejor amigo ahí era Marco, habíamos nacido el mismo día pero en circunstancias completamente distintas. El era huérfano de madre, era un niño menudo de agudo ingenio, en su rostro los expresivos ojos relucían como aguamarinas. Durante los campamentos que organizaban las religiosas en el bosque, prefería siempre compartir la tienda de campaña conmigo, nos ofrecíamos mutua proteccion ante los moustros nocturnos. Fue junto a Marco que descubrí la guarida. Nos imaginábamos entrar junto con los demás en fila india. La verdad es que nunca tuvimos el suficiente valor para traspasar las vetustas rejas, canceladas solo con cinta plástica. Esa ocasión corríamos mientras jugábamos; Bepi, uno de los mayores, nos advirtió, regresen, no se alejen demasiado. Sor Iole ha dicho que puede ser peligroso adentrarse, el bosque guarda sorpresas. Marco corría tras de mi y yo no quería dejarme atrapar, pero al encontrarme de frente a aquel raro montículo con barrotes, me detuve en seco haciendo crujir las ramas bajo mis pies. La boca de la puerta parecía tragarme, una corriente de escalofríos subió desde los pies y me hizo temblar las piernas. Extrañado mi amigo me preguntó, ¿qué sucede, por qué te has detenido? ¿De verdad te has dejado intimidar por lo que dijo Bepi? ¿O acaso has visto un gnomo? No, fue mi respuesta. ¿Por qué estas asustado entonces? Me estas asustando también a mi, es mejor que regresemos, me rogó Marco tirándo de mi camisa, está cayendo la noche y debemos reunir ramas para la fogata. Ve tú, le ordené. Debo permanecer unos minutos más aquí. Como quieras Stefano, yo comienzo a tener frío, se alejó frotándose los brazos. Si Sor Iole te pregunta por mi, dile que he debido ir a las letrinas, le pedí. Me quedé solo bajo las primeras sombras que se extendían sobre el montículo, como huesudos brazos queriendo alcanzarme. El aire hacía volar las hojas producendo el único ruido además del que hacían mi respiración y los latidos de mi corazón más agitado que el de un caballo desbocado. Una hoja golpeó mi cara, el viento se intensificó y pensé que Sor Iole me estaría esperando salir de la cabina de baño; no deseaba que su redondo rostro sonrosado se surcara con ese ceño de sentencia que lo transfiguraba cada vez que desobedecíamos. Caminando hacia atrás sin dejar de mirar la colina, me fui. Esa noche, Marco y yo la pasamos en vela conversando a baja voz, planeando entrar al día siguiente, cosa que jamás sucedió; Bepi y los más grandes nos dijeron luego que ahí había muerto un niño, que se había escondido mientras jugaba y nunca más volvió a salir, que su esqueleto fue encontrado cubierto de vegetación y telarañas. Mi atracción por el interior de esa cueva o lo que fuera, era tan grande como mi repulsión pero yo no las comprendía. Las montañas fueron definiendo el paisaje y reduje la velocidad del auto cuando comenzamos a ascender. Era un camino largo desde nuestra casa en Castelfranco. Massimo estaba dormido al llegar a Pinié; cuando el auto se detuvo, despertó con un gran sobresalto. ¿Quieres ver el lugar a donde tu papá solía venir cuando era niño? Milenia lo invitó a bajar con estas palabras. La casa albergue aún estaba ahí. No parecía en malas condiciones, aunque yo recordaba el patio mucho más grande de lo que en realidad era. El restaurante de enfrente ya no lo era más, lucía como un depósito de desperdicios; era un reino de gatos que saltaban entre cajas de cartón, sillas rotas y piezas de motor; uno de ellos se aproximó a Massimo buscando una caricia. Desde el interior de una ventana la voz madura del dueño captó nuestra atención, esa gata es la más cariñosa, va con todos. Un anciano hombre de aspecto muy descuidado pero amable, salió e iniciamos a hablar. Yo soy uno de esos niños del albergue, en mucho tiempo no había vuelto, le dije. Aquí las cosas han cambiado muchacho, me contó. Los dos albergues de esta zona se han transferido, o tal vez han cerrado sus puertas. Mi hermana la dueña del restaurante, murió hace algunos años, me dejó esta construcción en donde vivo solo con mis gatos; no se ven muchos niños por aquí ahora. Yo he venido con mi familia para mostrarles el lugar, le expliqué, ahora vamos a dar un paseo por el bosque. El hombre me miró fijamente como buscando un por qué. El bosque… tampoco es el mismo; ¿no es mejor llevar a su familia de visita al Monte Tudaio y sus antiguas fortalezas militares? sugirió. Sí, es fascinante y seguramente lo haremos también, hasta luego señor, me despedí. Vaya muchacho, tenga cuidado. El viejo tomó a su gata, su expresión se había endurecido. Sorteando troncos caídos y piedras, mostré a mi familia el sitio donde acampábamos. Estaba casi como antaño, a excepción de un área deforestada; había señales de una fogata reciente. Milena y Massimo bromeaban, usaban varas como espadas y corrían persiguiéndose entre sí. Al llegar, el lugar causó en mi el mismo efecto que cuando era pequeño. Nos detuvimos los tres como intimidados por un gigante, a observar el estado en que se encontraba el bunker. Por un momento cesaron risas y juegos, el silencio nos envolvió y ya comenzaba a pesarme cuando por fin preguntó el niño, ¿qué es?. Es un bunker de la Primera Guerra Mundial, le contesté. Massimo inspeccionó, viéndo satisfecha su curiosidad momentos más tarde lanzó una afrenta a su madre. ¿Crees que puedes alcanzarme? Se alejaron corriendo, rodeando el montículo. Les pedí que no se apartaran demasiado y sin despegar la vista del cancel lo empujé suavemente y miré hacia adentro. Ahí, como un aerosol agotado, la luz se esparcía escasa sobre un montón de hojas secas y basura. Me introduje despacio con el brazo derecho y la palma extendidos a modo de defensa, por si algo se interpusiera en mi camino. Había numerosas habitaciones poco más grandes que una ratonera a cada lado del pasillo; al fondo la obscuridad no me permitía saber si había una pared o una sala más grande. Fui a averiguarlo. Mi pie traspasó las tinieblas y fue justo ahí que crucé más de un umbral. ¡Favero! Un aire gélido me alzó los vellos de la piel cuando a mis espaldas alguien mencionó mi apellido con voz áspera y horrorizada. Giré desconcertado la cabeza sobre mi hombro y escuché una detonación. Aterrado llamé a gritos a mi mujer e hijo, pero no salí corriendo, mis pies parecían adheridos al suelo. Después del primer estallido otros más, me puse en cuclillas y vi apenas que entraban muchos hombres armados. Ya no gritaba, tuve la sensación de que mi familia se encontraban muy lejos de ahí. A mis pies unas latas vacías de sardinas, cantimploras y una navaja. Pensé empuñar ésta para defenderme si alguien intentaba hacerme daño, pero luego me percaté del arma de fuego que aferraba firmemente. Los soldados entraban y salían como hormigas despavoridas; cuando decidí salir, el gran estallido. Fui impulsado contra el muro con una gran fuerza que me hizo caer sobre la espalda. Un dolor intenso penetró en mis oídos, llevándome las manos a la cabeza, éstas se bañaron de la sangre que me escurrió hasta los codos; el olor a pólvora abrasaba mis pulmones. Dos faros celestes atravesaron la nube negra de polvo y humo, podía reconocer la mirada de Marco en ese y cualquier otro infierno. Vi claramente como pronunciaba mi nombre pero no lo escuché, no escuché más nada. Cerrando los ojos me llené de imagenes: el péndulo del andar de Milenia al subir las escalinatas donde nos conocimos. Todo el caudal de mis ansiedades inundó la marisma de su soledad en esa tarde serena; el camafeo sobre su blusa repetía los reflejos dorados de sus rizos. Y mi hijo. Esos terribles instantes se hubiesen esfumado con tan solo posar mis labios sobre el melocotón de sus mejillas y aspirar su tierno aroma con notas de vainilla. Apoyado al brazo de Marco me hundí en las espesas arenas movedizas de la inconsciencia para despertar quince meses más tarde en octubre de 1919, sobre la cama de mi actual habitación en Treviso. El crucifijo de hierro pendía sobre mi cabecera, recordé sus formas puntiagudas porque yo mismo lo coloqué ahí. Una figura rolliza se aproximó y me tomó de la mano, Sor Iole me sonrió y se apresuró a advertir a mi esposa. Con la presteza de un paquidermo, al segundo día después logré ponerme de pie, mi cuerpo estaba casi intacto excepto por la audición que nunca recuperé en su totalidad. A Marco pude verle y hablarle antes que muriera debido a las secuelas de los disparos recibidos mentras me salvaba. He luchado durante años por encontrar una explicación a lo que me ha ocurrido, si de algo estoy seguro es de no haber perdido la razón después de batallar y ser herido en guerra. Nunca he sido una persona demasiado espiritual en la vida. En ninguna de las dos. Tan solo creo, como lo creía mi madre, que al mundo vinimos a dar lo mejor de nosotros mismos. Las últimas palabras que me dirigió Marco fueron: “hermano, estoy seguro que volveremos a encontrarnos”.
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