lunes, 10 de enero de 2011

Los locos estamos perdonados. Miguel Salvador

De libros


Colección
Bicentenario-Centenario


CONACULTA – INSTITUTO VERACRUZANO DE CULTURA



Jaime Velázquez



Los locos estamos perdonados
 Miguel Salvador
  
¿Todavía hay gente que ve telenovelas? ¡Pobre gente! ¡Y con tantos libros por leer! Además, las noticias le van ganando terreno a los cuentos, pero los periodistas no lo saben y los televidentes, los radioescuchas, los lectores esperan que sigan creciendo los espacios donde la “realidad” le gana a los melodramas, ficción corriente.
            Tuvimos hace cien años a Martín Luis Guzmán entrevistando a Pancho Villa y luego dirigiendo una revista que fue muy influyente durante mucho tiempo, el semanario Tiempo. ¿Fue literato o periodista? Los hechos cotidianos son noticia y literatura. Ahora Paco Ignacio Taibo II, novelista, volvió al tema y escribió un grueso libro sobre Villa, como periodista.
            Con el 68, a la entrevistadora Elena Poniatowska no le bastaron las páginas del periódico con el que colaboraba e hizo un libro que sería famoso: La noche de Tlatelolco. Y se volvió novelista y escribió Hasta no verte, Jesús mío, donde la voz de la protagonista central adquirió dimensión literaria.   
            Un antropólogo de Estados Unidos, Oscar Lewis, investigó a una familia del D.F. y la metió en un libro que fue un escándalo: ¿los hijos de Sánchez también somos los que no vivimos en los barrios del centro de la capital? Somos sus vecinos, acá vivimos y los Sánchez siguen siendo invisibles, excepto cuando llenan el zócalo para gritar vivas a México los 15 de septiembre de cada año, desde hace no se cuánto tiempo.
            ¿Y dónde están los historiadores que se han decidido por dejar la escritura académica para contarnos lo que saben como si fueran novelistas? Y, más grave aún, ¿dónde están los historiadores que deberían estar escribiendo la historia del siglo XX de la ciudad de Veracruz?
            Luis González alcanzó esa cima, de ser historiador y ser también escritor ameno, y recientemente Celia del Palacio ingresó a estas filas y metió personas y asuntos de la historia conocida del siglo XIX en las dos novelas que lleva publicadas: No me alcanzará la vida y Leona.
            Tenemos entonces periodistas, historiadores, literatos y hacen falta muchos más escritores, porque en México nos hemos distinguido por la parsimonia. Y más en el estado de Veracruz.
            El cronista Antonio Salazar Páez cuenta que el ex presidente Adolfo Ruiz Cortines lo animó a escribir el opúsculo Cien episodios del Veracruz heroico. Y lo hizo, en unas cuantas páginas, en 1965, y no volvió a pensar en la ampliación de su contribución a la historia de Veracruz de 1914.
            Cito una parte del prólogo que escribí hace cinco años para la reedición, cuarenta años después, de ese texto de Salazar Páez, que debería estar disponible en todas las escuelas del puerto, como apoyo para las clases de historia.
“Cuando el profesor Salazar Páez buscó y habló con las personas que vivieron esos días de la invasión, o con parientes y conocidos de las víctimas, estuvo haciendo un trabajo que debió hacerse desde el primer día, de haber conciencia en todos de lo importante que es llevar el registro minucioso de la vida en la ciudad de Veracruz, y en todas partes, todo el tiempo. Y cuando escribió los Cien episodios... (...) no existía el libro de Berta Ulloa, Veracruz, capital de la nación, 1914-1915, concluido en 1985, dedicado al estudio del gobierno de Venustiano Carranza y que reservó sólo un capítulo al 21 de abril. Y esto plantea una grave preocupación que más ciudadanos deberían hacer suya: ¿por qué van tan retrasados los historiadores en sus investigaciones y en la publicación de sus hallazgos? Pero esto también abre la puerta a una solución: todos podemos contribuir a la redacción del texto de la historia de Veracruz, incluso los periodistas, si escribimos de nuestro presente. Cuando por fin los historiadores profesionales lleguen a revisar qué pasó hoy, en un día común y corriente, encontrarán parte de su trabajo ya avanzado, y no importará que lleguen cincuenta o cien años más tarde.”
No importará, agrego, que avancen a paso de tortuga.
Hoy, el entusiasta fundador de un grupo de cronistas, Miguel Salvador Rodríguez Azueta, entra al quite haciéndola de historiador, periodista y novelista con El paraíso de los locos.
Son varios los mecanismos que le dan vida a este libro que se ocupa de un héroe veracruzano poco recordado, Herón Proal, líder de un movimiento social de importancia para todo el país, y de una heroína desconocida, sólo rescatable por medios literarios.
No son pocas las calles de esta ciudad donde todavía funciona aquel tipo de solución al problema de la vivienda que hubo hace ochenta, cien años, “viviendas” tipo “celda” o “closet” anteriores a los edificios de departamentos en condominio y a los “fraccionamientos”, que en conjunto, en su diversidad de ofertas, han merecido el apelativo de “mancha urbana”.
El más reciente y lamentable es el de Puente Moreno, casas construidas sobre humedales, o peor, sobre lagunas cuya existencia y razón de ser natural fue ignorada por todos: inversionistas, autoridades, constructores, compradores. Y eso que ya se tenía la experiencia de lo que es el Floresta.
Durante la noche de fin de año vemos a la multitud dirigiéndose al bulevar, o regresando de éste después del amanecer, y nos preguntamos de dónde sale tanta gente, como si fueran peregrinos que van y vienen de la basílica de Guadalupe los días 12 de diciembre. Lo que descubrimos es que vienen de calles cercanas al mar donde se alberga apretadamente medio mundo (no creo exagerado usar esta frase aquí), vienen de los llamados “patios de vecindad” que siguieron construyéndose por muchos años, presentes incluso en el fraccionamiento Reforma, urbanización que data de los años cincuenta.
Miguel Salvador empieza su novela a principios del siglo XX, cuando el crecimiento de la ciudad de Veracruz propició un buen negocio: construir cuartos y departamentos estrechos, de una sola planta, para renta. Los ciudadanos no necesitaron mucho dinero para volverse rentistas. ¿Estas operaciones fueron un hallazgo procedente de la vieja Rusia que se estaba volviendo URSS, donde las mansiones de dimensiones excesivas, dejadas por sus propietarios, que habían huido o habían muerto, recibían a varias familias? En el libro de Miguel Salvador hay un cuarto en el que apenas cabe un colchón individual en el que duermen dos personas, sin apenas tener poco más que una incipiente amistad.
En esos primeros años del siglo XX empieza el desastre urbano y ecológico de esta ciudad y otras con historias similares.
El libro de Rodríguez Azueta incluye varias fotos. La de la página 23 es extraordinaria: una niña vestida de blanco camina en medio de una calle (la actual avenida Independencia), como quien va de la iglesia del Cristo hacia la catedral. En la página 73 otra foto muestra a una niña que avanza detrás de una mujer. El texto de la foto dice: “Mi madre con su mirada ausente, caminando sin rumbo, con su rebozo que le cubría de sus pecados”.
Quien escribe esto es una mujer de casi sesenta años que regresa de Estados Unidos y que podría ser la niña de la foto. Son sus memorias. Aterrada por la certeza de que uno olvida mucho de lo que vive, va anotando sus recuerdos y los días que está viviendo en su presente, que es el año 1959. En ese presente la novela avanza para volverse una aventura de suspenso y espionaje, en seguimiento de una posibilidad: el gobierno de Estados Unidos no deja de vigilarnos. En ese desarrollo coincide con la novela de otro jarocho, asentado en Jalisco, José Luis Vivar, titulada Niña translúcida (2009), donde también hay una conspiración internacional cuyo origen está en sucesos del pasado.
El paraíso de los locos es la segunda novela de Miguel Salvador y retoma la célebre frase de una recopilación de artículos de un periodista ya desaparecido, “Satanás” Ximénez, quien afirmaba que Veracruz es un “manicomio con vista al mar”.
Sobre el asunto de la novela, cito, de la página 70:
“El movimiento inquilinario crecía día con día a pasos agigantados y estaba a punto de desbordarse, que era el miedo del Alcalde y el Gobernador, pero no deseaban provocarnos, pues ya el pueblo había probado lo que podía hacer en momentos de crisis, como cuando la invasión del catorce. Los jarochos eran gente de tomar muy en serio, podían ser los más grandes desidiosos del mundo pero a la hora de los “trancazos”, ese era otro cantar.
Y de la 71:
“… Recuerdo que Keaton me preguntaba a cada rato, inclusive en sus noches de insomnio, después del fracaso de 1914, cómo veía la situación, preguntaba todo para poder informar a sus superiores; creo que utilizaron hasta psicólogos para hacer un análisis serio de la población veracruzana, en particular del puerto, pues sólo siete meses bastaron para echar por tierra el proyecto de ‘americanización’ del primer puerto de México, todo les salió mal, los ‘marines’ se fueron corrompiendo, se fueron adentrando en el desmadre, los maestros no cooperaban, la población era un enigma.”
En este párrafo pasa la sombra de Samuel Ramos, que en 1934 dio a conocer sus estudios, entre filosóficos y sicológicos, del mexicano, y está la aportación del maestro Antonio Herrera Cerezo, quien estudió la entereza de los profesores ante la invasión y que consta en la bibliografía, al final de la novela. Y más, claro, pues también está ese personaje, Keaton, que por lo pronto se lleva las palmas como homosexual en el ejército de Estados Unidos destacado en México al escaparse de noche para ir a conocer de cerca a sus guapos “enemigos”.
Son varios los planos que va recorriendo la narración, lo que es coincidente con la amplitud que este género admite, y uno de estos planos es el lenguaje que documenta, con buen oído hacia el habla y los dichos porteños. Es necesario que nos preguntemos si durante estas décadas de expansión que siguieron la cultura jarocha ha venido perdiendo identidad. Ocupada nuestra atención por el cambio climático, dejamos pasar otros cambios sin reflexionar sobre su significado.
Miguel Salvador acompaña a la narradora en los primeros años del siglo pasado, cuando el embarazo de su madre causa el repudio familiar. Al mismo tiempo, la gente desvalida es empujada hacia fuera de la vieja ciudad colonial, a los médanos y a refugios provisionales, casi como palestinos empujados por los israelíes.
El mito de la educación como bien para redimir y que pospone las expectativas de la sociedad* es derrumbado por las cifras. En la actualidad muy pocas gentes terminan estudios universitarios y poquísimas pueden vivir de esos estudios, por lo que las actividades comerciales aumentan y los clientes son captados mediante costosas campañas publicitarias.
La narradora no fue a la escuela pero estuvo cerca de personas que le enseñaron el valor de la escritura y la utilidad de preservar la memoria. La presencia del gringo Keaton, y el dejar Veracruz por Estados Unidos, es el elemento estructurante desde el principio de la historia y es parte de la tradición: los marinos de Cortés se dirigieron a la gran Tenochtitlán; los pasajeros españoles se fueron hacia el Macuiltepec; los hijos de españoles que se quedaron en el puerto abrieron panaderías y otros negocios y pasaban la tarde en los portales y el café, y los hijos de los hijos han seguido la ruta a las capitales. Incluso los exiliados de la guerra civil española, luego de desembarcar en Veracruz se fueron rápido a México, que al así llamar a la ciudad de México se la trata como si fuera un país vecino, ajeno en cierta medida.
Mientras, la multitud de indígenas, negros y gente de otros países trabajaban o hacían lo que hubiera y se volvían inquilinos. El término “desheredados de la fortuna” le queda exacto a la narradora, nieta expulsada de casa española.
En los cuartos de renta se unen fugazmente dos ciudades, la alta y la baja, la que cobra y la que paga. En algunos de estos cuartos viven las prostitutas de la ciudad, “las libertadoras” (foto pág. 32). Organizadas en torno a Herón Proal, son fuentes de información privilegiada, son protagonistas que se enteran de vida y milagros de todos. Son depositarias de la esencia jarocha, si cabe amalgamar lo que de otra manera sería incomprensible, y con la aclaración de que en estos ochenta años la desunión originaria, desde el capitán-marinero de tiempos de Cortés, se ha atenuado por otras constantes inmigraciones, de “chilangos” y argentinos notoriamente.
Como cronista e historiador, como novelista, Rodríguez Azueta hizo un trabajo formidable. La novela puede escribirse cuando el escritor tiene qué contar. La misión del escritor ha sido saber reunir y colocar en su lugar las anécdotas, las peculiaridades de sus personajes. El paraíso de los locos es una novela múltiple, abarcadora, es como el cofre del tesoro de los piratas, de manera que es difícil distinguir entre realidad y ficción: ¿qué tanto inventó el escritor? ¿Qué tanto es un gran entrevistador, como Martín Luis Guzmán y Elena Poniatowska? O, dicho de otra manera: supo dotar a su narradora –de estar viva tendría ciento diez años– de una dimensión que es ejemplar. Me refiero, y me repito, que uno no debe pasar por la vida olvidando lo vivido, seleccionando pequeñas partes para contar, sino anotando, en la memoria o en papel, lo que es característico del ser humano: ver y saber qué hacen los demás, nuestros vecinos.
¿Locos? ¿Por qué son locos los personajes de la novela? Miguel Salvador dice que en la vieja ciudad de Veracruz la vida se da al revés. Y sí, con afecto, las gentes se saludan diciendo: “qui’hubo, loco”. En otras regiones dicen “qui’hubo, vato”. Una persona enojada subraya el “mal” comportamiento de otra diciendo: “está loca”. Se debe a que la vida en las ciudades es una locura, por ello son manicomios. Estar loco es no darse cuenta de los detalles de la “realidad” y ello implica estar en el paraíso, ser inocente. Los que no son como uno, son locos y por ello es interesante hablar con ellos y de ellos. Saber quiénes son y qué hacen los demás es el deporte más practicado. Se da sin entrenamiento especial tomando café fuera de casa. De esta manera la narradora es una testigo privilegiada de sus vecinos. Por ello deja en la sombra a los que ha conocido en su cama: más cercanos no podían estar, pero no creo que hayan hablado mucho con ella.
En cuanto a lo que dije al principio, como todavía hay personas que ven telenovelas, quiere decir que los gobiernos no se han interesado por la forma en que nos educamos y divertimos los mexicanos, pues de otra manera ya habrían puesto en orden a los dueños de las televisoras mexicanas.

*Es común usar la frase “gente de sociedad” para referirse a los de arriba y gente “de las colonias” para los de abajo.

1 comentario:

dtron dijo...

En donde puedo adquirir estos libros??